lunes, 13 de abril de 2015

Ella ya no sabe quien soy yo

Preciosa y triste historia de amor y Alzheimer

Era una mañana gris y muy agitada, eran ya cerca de las 8:15 cuando un hombre mayor, que ya pasaría los 80 años, llegó al hospital para que le retiraran unos puntos que tenía en la mano de una pequeña herida. El hombre preguntó si era posible que le atendieran pronto ya que estaba apurado porque tenía una cita a las 9:00.

Le eché un vistazo a la herida y le pedí que se sentara mientras acababa con otro paciente. Cuando finalicé y regresé a la sala de espera le ví inquieto mirando su reloj, así que decidí pasarle a la consulta antes de que llegara el siguiente paciente. Durante el examen comprobé que la herida estaba perfectamente curada así que comencé a quitarle las suturas y, mientras lo hacía, le pregunté si tenía otra cita médica esa misma mañana ya que lo veía muy apurado.

El hombre me dijo que no, que necesitaba acudir al geriátrico para desayunar con su esposa, ya que siempre desayunaban juntos a las 9:00. Cuando me dijo que estaba en un geriátrico lo primero que pensé es que tal vez su esposa requería supervisión médica y le pregunté por la salud de ella.

El me respondió que ella estaba en el geriátrico hacía tiempo ya que padecía Alzheimer.

Cuando me dijo eso le pregunté si ella se enfadaría con él si llegaba un poco tarde a su cita y él me respondió que ella ya no sabía quien era él. Hacía más de cinco años que ella ya no podía reconocerle.

Me sorprendió esta respuesta y entonces de nuevo le pregunté: ¿ Y aún así sigue acudiendo cada mañana a la misma hora aún cuando ella ya no sabe quien es usted?

El sonrió, de forma compasiva me acarició la manó y me contestó: “Tal vez ella no sepa quien soy yo, pero yo aún se quien es ella”.

Se me erizó la piel y no pude contener las lágrimas. Mientras le veía salir por la puerta del hospital pensé: “Ese es el tipo de amor que quiero en mi vida”.

SHMILY, UNA HISTORIA DE AMOR

Mis abuelos estuvieron casados durante más de medio siglo. Desde que se conocieron, jugaron a un juego muy especial. La meta del juego era escribir la palabra “Shmily” en un lugar oculto para que el otro la encontrara. Hacían turnos dejando la palabra “Shmily” por toda la casa, y tan pronto como uno de ellos la encontraba, era el turno de esconderla para que la encontrara el otro.
Con los dedos escribían la palabra en la harina o el azúcar de los recipientes de la cocina para que la encontrara el que prepararía la siguiente comida. La escribían vidrios empañados de las ventanas que daban al patio donde mi abuela nos daba el pudín que ella misma preparaba. Escribían la palabra en el espejo del baño, donde aparecía después con la humedad de cada baño caliente. Una vez, mi abuela desenrolló un rollo completo de papel higiénico y escondió la palabra escrita al final.
La palabra “Shmily” aparecía por todos lados. Notas escritas apresuradamente aparecían en la guantera o el asiento del coche, o se encontraban pegadas con cinta en el volante. Las notas se escondían dentro de los zapatos o debajo de las almohadas. Se escribía en el polvo de la repisa o en las cenizas de la chimenea. Esa misteriosa palabra formaba parte de la casa de mis abuelos al igual que sus muebles.
Me llevó mucho tiempo apreciar completamente el juego de mis abuelos. El escepticismo me ha impedido creer en el amor verdadero, el amor que es puro y que perdura. Sin embargo, jamás tuve dudas de la relación de mis abuelos. Para ellos el amor no tenía secretos. Era más que sus pequeños juegos de coqueteo, era su modo de vida. Su relación estaba basada en una devoción y afecto apasionado que no todo el mundo experimenta.
Siempre que podían, mi abuela y mi abuelo se tomaban de las manos. Se robaban besos cada vez que se tropezaban en su pequeña cocina. Al hablar, uno terminaba las frases del otro y compartían el crucigrama y el acertijo diario del periódico. Mi abuela me susurraba al oído lo guapo que era mi abuelo, que se había convertido en un anciano muy apuesto. Hacía alardes de que ella había sabido “elegir”. Antes de cada comida, inclinaban la cabeza y oraban, maravillados por sus bendiciones: una familia maravillosa, prosperidad, y el tenerse el uno al otro.
Pero había una nube oscura en la vida de mis abuelos: mi abuela tenía cáncer de mama. La enfermedad le había aparecido hacía ya diez años. Como siempre, mi abuelo estuvo a su lado cada paso del camino. La confortaba en su dormitorio amarillo, que había sido pintado de ese color para que ella pudiera siempre estar rodeada de la luz del sol, aún cuando estaba muy enferma para salir afuera.
Ahora el cáncer estaba otra vez atacándole el cuerpo. Con la ayuda de un bastón y la mano firme de mi abuelo, iba con él a la iglesia todos los domingos. Pero mi abuela se fue poniendo más débil hasta que finalmente no pudo salir de la casa. Por un tiempo, mi abuelo iba a la iglesia solo, orándole a Dios que cuidara a su esposa. Entonces, un día, lo tan temido sucedió. Mi abuela falleció.
“Shmily” estaba pintado en amarillo en las cintas rosadas del arreglo floral del funeral de mi abuela. Cuando la gente comenzaba a salir, mis tías, mis tíos, mis primos y otros miembros de la familia pasaron adelante y se reunieron por última vez alrededor de mi abuela. Mi abuelo se paró al lado del ataúd, y tomando aire, comenzó a cantarle a mi abuela. A través de su dolor y lágrimas, surgió la canción, cantada con una voz profunda y un poco ronca: era una canción de cuna.
Temblando, abatida por mi propio dolor, jamas olvidaré ese momento. Porque supe que, aunque no podía siquiera imaginar la profundidad de su amor, sí tuve el privilegio de ser testigo de su belleza inigualable.